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Ella camina desnuda... Él la observa exitado, fascinado... enamorado.
Enamorado de sus piernas... enamorado de su boca, de su pelo, de sus dedos. Los imagina en su cuerpo, acariciando lentamente su rostro, sus ojos empapados de deseo y luego en su pecho, imagina aquellos dedos rozandole el pecho y sus rodillas, sus piernas, sus pies. Sueña y le duele, le duele imaginarla, le duele lo irreal, aquello que alguna vez soñó cuando fue adolescente, cuando las mujeres penetraban en nubes de cristal ficticias sin luz, sin nada; y todo era perfecto, el dolor era dulce, la agonía tentadora... La sigue mirando, y transpira, su asma golpea en el aire, sus manos se alborotan... Es asquerosa la paz que ella aparenta crear...
Pero él sigue extasiado con su cuerpo, y aparecen sus discos, piensa en sus pinturas, en aquel paseo veloz por el Louvre, en el cuadro de Picasso colgado en su pared; recuerda el oleo de Frida que tantas veces el Malba le mostró, pero nada, nada es tan perfecto, nada es como su figura, no hay mejor sinfonía, no hay mejor obra de arte, no hay mejor paseo que recorrer su cuerpo, no hay mejor paisaje que su rostro, que su pelo, tan oscuro, tan lacio, tan... tan ella, tan hermosa, increíblemente real, aunque algunas veces lo dude, y vuelva a mirarla una y mil veces hasta caer idiotizado a sus pies, rogándole que nunca se vaya, pero ella se ríe y abre la puerta, cuando cualquiera podría empezar a escribir una historia de amor, cuando el público empezaría a pararse para aplaudir la escena final, ella se ríe, y él debilmente la mira, imagina el recorrido de sus dedos una vez más, hasta que ella deja de reirse, y ya no hay más que una puerta abierta.